Tuesday, May 5, 2009

Del Viaje

 
Formula 1.
Grand Prix y Algarabía


A toda velocidad, en dos aeronaves modernas, son dieciséis horas desde la costa Este de Estados Unidos al centro del Golfo Pérsico, en la isla de Bahrein. Será asunto de la velocidad, pero sólo abordando el segundo avión, pasado el ritual de aeropuerto –aparatoso rigor con que todos nos quitamos y ponemos los zapatos- me voy dando cuenta de que subimos a un avión mastodóntico de cuatro cabinas, dos pisos y complicadas estaciones en la primera clase.
Me resulta extraño el tamaño del avión, pero más aún lo saturado que está el vuelo. Me dijeron que el Reino de Bahrein no ajusta un millón de habitantes y que el turismo en la isla no es del tipo corriente; más que todo se viaja allí por negocios -petróleo, perlas, finanzas…- no me entero bien… pero sólo hay que darle una rápida ojeada al ingreso per capita de Bahrein y al poder del Dinar frente a monedas occidentales, para entender que el turismo de la isla es especial, especial de una manera que no descuenta el lugar del dinero.
Poco a poco me voy dando cuenta -ya bien acomodada en la silla y con tiempo para mirar- que sucede que -sustrayéndonos a Hadi y a mí, y quizás a algún otro señor despistado- todo el que va en este avión sabe muy bien a qué viaja: se dirige al circuito Grand Prix 2009 de la Formula1 que inicia esa misma noche en Bahrein.
Para una colombiana que sólo sabe de Fórmula 1 lo que aprendió por error en los tiempos de Juan Pablo “Segundo” -no el papa polaco sino el piloto colombiano- resulta curiosa la banderita a cuadros en la línea del puesto de migración, y así de curiosa le resulta también al oficial de inmigración la cara media alelada con que decimos -el escritor iraquí Abdul Hadi Sadoun y yo- que nosotros No venimos para la Formula, que somos invitados a la celebración del día Mundial de la Poesía. Así terminamos en Segundo Control Migratorio.
En camino al Hotel, donde nos llevan los primeros amigos de La Familia de escritores de Bahrein, la conversación se enciende a propósito de un drástico descenso de velocidad. Es el tapón, explica Hadi, el conductor se ofusca y dice que son todos sauditas. Vienen aquí por la Formula, porque los bahreinís son libres de beber si les place y de llevar la ropa que quieran, y porque existe un puente que en treinta y cinco minutos conecta la isla con la Península Arábiga. El que lo está contando se llama Ahmed, y es cercano desde el primer momento, como todos los que voy conociendo en el viaje, gente cuya cortesía es un recurso de intimidad y no un aditamento social, gente que abre la puerta a sí misma -No sabría cómo explicarlo, pero me recuerda Colombia, quiero decir, en nuestra reacción ante el extranjero que a veces incluye una generosidad sin términos, que es casi un derroche-.
Ahmed cuenta que no le interesa la Formula en sí, aunque sí le interesa la forma en que la carrera distrae la atención sobre noticias del último mes, noticias como aquella de que 150 personas fueron recientemente apresadas, sindicados de oposición al Sheikh. No nos hablarán mucho de eso, los bahreinís están orgullosos de su tolerancia y sus libertades y en ello la monarquía es una especie de mal sabor. Es evidente que batallan por más, en especial en lo que se refiere al gobierno y la libertad de expresión. “Es complicado”, “en especial para los intelectuales” - secunda Jaffer. No insisto, cambio la pregunta a Jaffer y digo si alguna vez tomó el puente de Arabia en la dirección opuesta. Él me responde que Sí, que lo hizo una vez con su mujer y su hija…también añade Jaffer, como emplazado en cierta región del orgullo: “Aquello fue un viaje de 25 minutos y haber vuelto en el tiempo 250 años”. Supongo que lo dice así porque vamos hablando de la velocidad.

Mar interior


La palabra Bahrein quiere decir “Reino de dos mares” y esto es porque en cierto punto del golfo un río que cruza de Asia a la Península Arábiga extiende su corriente de agua dulce por en medio del Mar, y el agua salada no la corta. Parece que es por la densidad propia del Mar interior que ocurre este extraño fenómeno, o porque el Mar se apacigua tanto en el Golfo que no logra rendir la corriente del Río. En cualquier caso, esas dos calidades del agua, se dejan ser mutuamente.
Me han dicho que históricamente han atribuido el asunto a la bondad de un milagro; por tanto -me digo- no tiene caso abogar por otras explicaciones. Es como es. En todo caso me piden que lo imagine: que los pescadores llevan sus barcas hasta cierto lugar de la costa donde empieza la línea del agua que se deja beber, y así lo imagino: que hunden botellas y cántaros en el agua para llevarla a su casa, que sacan el agua del agua como si este mundo fuera otro.

El dueño de casa y los regalos


Yo habría pensado que Bahreín era un país sin ciudad de no haber sido por el mercado, al que pedimos que nos lleven para comprar algunos regalos. El mercado está en Manama, que es la vieja ciudad, ésta es -me voy dando cuenta- una ciudad más del tipo corriente latinoamericana, con casas apiladas, pequeñas mezquitas, tiendas de vidriera, de toldos al aire libre; gente que bebe café en locales de callejones y ventanas que guindan trapos de pobre. Dicen que ahora son hindús los que viven en la vieja ciudad, porque es sobre todo este grupo el que trabaja en servicio y comercio. Los bahreiníes se han retirado a vivir en las villas o en los nuevos complejos habitacionales que permite idear el desierto, porque es así, donde sea que uno mire en las zonas alejadas del centro se está construyendo algo, el Hotel mismo en que nos quedamos está en una zona a la que hace poco llegaba el mar, de modo que la floresta de edificios en medio de la que estamos está sembrada es un trozo tierra inventada, como es común en estos días en la arquitectura del desierto.
En Bahrein, me parece, hay una muy particular relación entre territorio y dominio. Todo empieza en el curiosísimo mapa, 665 metros cuadrados, debidamente señalizados desde el extremo superior de la isla, en el aeropuerto de Manama, hasta un lugar meridiano donde está la Universidad y las tremendas instalaciones del Circuito de Formula1. Dicha zona corona el inicio de un vasto y silencioso desierto en donde se acaban las marcas del mapa. -¿Qué queda aquí? Aquí, donde el mapa no marca nada-. Ellos dicen que es sólo un desierto, un gran despoblado. Otros dicen que son forestas de palmas y que hace tiempo hubo una cárcel ahí. En todo caso no saben bien, los territorios son privativos del Sheikh, Hamad bin Isa Al Khalifa, Rey de Bahrein. -¿Y este lugar al Sur?- una formación de tierra particular en el mapa, que resembla las islas artificiales de Dubai-. “Se llama La perla” me cuenta un estudiante universitario “Sabemos que existe, pero no la hemos visto”.
Así que aquello que los bahreiníes llaman Bahreín lo vamos recorriendo en una mañana de extremo a extremo, bordeando las líneas de Occidente y Oriente, y el viaje no toma más de dos horas. Pasamos al menos dos veces en el mismo día frente a la Mezquita Al Fateh, que me parece es la más grande de todas. Cuando la estamos cruzando de nuevo quiero tener la misma suerte de la mañana cuando pasamos mientras llamaban a oración. El canto es bellísimo como lo es la Mézquita, como lo son a menudo las que llaman casas de Dios.
En todo caso no entramos en esa mezquita, no nos dan ganas de eso, por el contrario sí vamos a una que es mucho más pequeña y está en la ciudad, una mezquita verde que es chiita, me explica Hadi, y exhibe por eso la imagen de su Imam. Para entrar en la mezquita intento ponerme un velo que me dieron en el mercado, pero me dicen que no importa, que está bien, va a ser suficiente con que me quite los zapatos a la puerta. Ya dentro me parece que se trata de un lugar especialmente preparado para celebrar, con asientos muy cómodos y toldos de muchos colores, verde y rojo, en especial, aunque ahora mismo no pasan nada allí. Al salir estoy llevando en la mano el velo y una botella de perfume del mercado, son mis regalos. Hadi no lleva nada, pero está complacido en verdad, dice que no ha estado en un sitio así desde hace ya doce años, cuando salió de Bagdad. Entonces recuerdo que el primer día en la Isla, camino de un restaurante, Hadi quiso bajarse en una casa de una villa. Como estaba abierta la puerta trató de llamar la atención del dueño de casa, pero nadie salió. En el antejardín había un árbol que metía las ramas entre las columnas de la casa, el árbol se llama Sidr y es sagrado para los chiitas, me dijo Hadi; después cogió el fruto que es como una especie de pequeña manzana. En eso llega el dueño de casa, Hadi se disculpa pero éste le dice que podemos coger cualquier cosa, que en todo caso todo es de Dios.
De vuelta a América, en el aeropuerto de Filadelfia, en Estados Unidos, me acuerdo primero de mi amiga Juliana que citaba a Mark Twain para decir que el invierno más largo de su vida fue un verano en San Francisco, y me acuerdo después de mi amigo Antonio que anuncia que si ha llegado el verano es porque se van los ratones y llegan las cucarachas. Se nota que entristece un poco volver. En el aeropuerto hay más ritual y manía que nunca, durante mi ausencia ha estallado la fiebre de la gripa porcina en América y yo me pregunto si debo empezar a preocuparme también yo, o si a cambio estoy tarde para llamar a todos mis hermanos. Me pregunto en qué piensan los del control sanitario cuando revisan las maletas o los oficiales que se frotan las manos con crema antibacterial o las madres o yo misma en qué pienso cuando aseguro las puertas y esquivo las pestes, y me aferro a eso que tenemos que perder.
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